Cultura

Mujeres y rivalidad: deshaciendo el maleficio

Colaboración de Angie Palacio Sánchez

Ilustración realizada por Lya Muñoz Gómez para el programa Mujeres Digitales. 2015.

«Cuando una mujer hiere a otra con una frase irónica o una mirada hostil
se hiere a sí misma; y cada vez que manifiesta menosprecio hacia otra
refuerza todo lo acumulado por la historia sobre la espalda de las mujeres».

Ornella Tretin, Más allá de la punta de las flechas.

Es hora de romper el encantamiento milenario del que hablamos en la primera entrega sobre mujeres y rivalidad. El conjuro para acabar con ese maleficio puede ser efectivo si invocamos tres situaciones: aceptación, reconocimiento y sororidad.

Ocultar los sentimientos de celos o envidias solo sirve para exacerbar las tensiones en relaciones de amistad o laborales. Nos educaron para competir entre nosotras, pero de manera soterrada, que nadie se dé cuenta porque también se supone que somos buenas y solidarias. Lo cierto es que no somos ni amigas ni enemigas por naturaleza.

Aceptar que tenemos esos sentimientos nos ayuda a sincerarnos con nosotras mismas y empezar a preguntarnos qué es lo que nos pasa, cuál es la causa de esos sentimientos. Ir más allá de la crítica y el señalamiento para preguntarnos por qué la señalamos ¿me siento amenazada?, ¿soy insegura?, ¿veo algo de mi reflejado en ella?, ¿tiene algo que yo quiero o que creo que quiero?

Tratar de resolver estas preguntas puede ayudar a dejar de ser hipercríticas con otras mujeres para ir fortaleciendo nuestros lazos. En Agridulce. El amor, la envidia y la competencia en la amistad entre mujeres, las psicólogas Susie Orbach y Luise Eichenbaum dicen que al abordar “los sentimientos de envidia sinceramente y sin complejos puedes empezar a luchar contra las voces interiores que sabotean la posibilidad de realizar tus propios deseos”.

Tampoco se trata de satanizar la competencia. Quién dijo que no podemos ser competitivas, incluso caernos mal. Pero si fuera algo que hiciéramos más abiertamente, de lo que pudiéramos hablar, tal vez nos iría mejor. De lo contrario, seguiremos fortaleciendo el efecto centrífugo, es decir, nos aleja del eje alrededor del cual deberíamos girar: la unión incluso en las diferencias. Así que termina cada una por su lado dándole fuerza a la empresa patriarcal: “divide y reinarás”.

Nos asusta conversar. Tememos las consecuencias, pero también tememos conocer lo que hay dentro de nosotras mismas. “He conocido los celos. Los moralistas están mejor preparados para combatirlos que los libertinos, pues no los aceptamos, no admitimos que existen y eso hace imposible controlarlos”, dijo la escritora francesa Catherine Millet.

Lo mismo pasa con la rivalidad entre nosotras y los sentimientos que entraña: si no los enfrentamos explotan. Nos dañan a nosotras mismas y al compañerismo. Cuando les hacemos frente, en cambio, pueden ser motivadores de cambios favorables.

Casi que al unísono deberíamos invocar también el reconocimiento. No nos reconocemos como miembros de primera clase porque solo lo masculino es referente universal del ser humano. Las cualidades que asociamos con lo masculino son las que llevan al éxito, al liderazgo, al reconocimiento. ¿Por qué no asociamos a una mujer en tacones y labios rojos con la figura de liderazgo? Mejor si va vestida de traje negro… ¿mejor si imita el estilo de un hombre? Los medios y la publicidad están inundados con esta imagen: la ejecutiva con el pelo recogido hacia atrás, de chaqueta y pantalón negros o grises, maletín en lugar de bolso y gesto adusto.

Si la historia de la humanidad ha sido la historia de los hombres, volvamos los ojos hacia las mujeres para saber en qué nos reconocemos y de qué nos enorgullecemos. “Hemos de reconstruir nuestra genealogía y pactar entre nosotras –y también con ellos– para refundar una cultura común desde la paridad, sumando la experiencia de las mujeres”, dice Carmen Alborch, autora de Malas. Rivalidad y complicidad entre las mujeres.

Esta parte del conjuro no es nada fácil. Para reconocernos como sujetos de primera clase tenemos que desestructurar estereotipos viejísimos, y los que se han ido mimetizando para pasar inadvertidos, que siguen sosteniendo esa idea de la mujer como algo secundario, como el segundo sexo del que habla Simone de Beauvoir, como el añadido.

Finalmente, si el pacto que hicieron los hombres y del que excluyeron a las mujeres fue la fraternidad, las mujeres podemos hacer un nuevo pacto: la sororidad. Es un término que hace alusión a la solidaridad que construimos las mujeres como arma contra la misoginia y tiene como fundamento la ética de que el desarrollo tiene que ser individual y colectivo.

Esto es lo que nos lleva a un verdadero empoderamiento: fortalecernos a nosotras mismas y ser capaces de fortalecernos como grupo para mejorar la vida de las mujeres, que es mejorar la vida de toda la sociedad. En una palabra, feminismo.

La sororidad no requiere que seamos todas iguales. Las alianzas implican aprender a disentir, no como se enseña en el patriarcado, donde hay una sola voz que representa la autoridad, donde los poderes son verticales. Alborch segura que “En nada desarrollan al feminismo el autoritarismo, los despotismos, las discriminaciones, las exigencias de fidelidad o de obediencia, el consenso a toda costa que suprime y castiga las críticas o las propuestas diferentes (…) el feminismo requiere de la democracia frente al sexismo: no solo contra el que elige a los hombres como enemigos, sino contra el sexismo de mujeres que se ensañan contra las mujeres”.

Para lograr eso tenemos que reconocernos como víctimas, todas, de un sistema, pero también como poderosas. Aludiendo a una metáfora de Shere Hite, ¡quebremos un par de platos! pero enfrentemos las dificultades para poder hacer alianzas sin que tengamos que ser iguales. El disenso debe ser movilizador de grandes construcciones.

Según Marcela Lagarde, “En la ideología feminista que emana de la necesidad objetiva de construir la alianza, se destaca lo común entre las mujeres y se minimizan sus diferencias”. Hemos encontrado en las peores situaciones, como la guerra, razones para unirnos por causas comunes, como la paz.

Para lograr esas alianzas debemos desestructurar el fantasma de la otra como amenaza y los modelos patriarcales de organización: cambiar los modelos verticales, por horizontales o circulares y construir ambientes, entornos y diálogos que nos permitan afianzar la sororidad. Esta será, continuando con Lagarde, la facilitadora para “refundar una cultura común desde la paridad.

Rechazar el esencialismo: las mujeres no son buenas ni malas en términos absolutos. También implica la alianza política entre las mujeres, que nos apoyemos para encontrar nuevos caminos, nuestras claves específicas. Y en otro plano, otorgar humanidad: no hacer a las otras lo que no quieres para ti”

Lograr la complicidad entre quienes han sido creadas por el mundo patriarcal como enemigas es la verdadera revolución: reconocer las desigualdades entre mujeres de carne y hueso, sin odios, sin frustraciones producto de idealizaciones y con responsabilidades en lugar de culpas para tener relaciones de complicidad y de autonomía al mismo tiempo.

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Angie Palacio Sánchez es periodista y especialista en DDHH y DIH. Ha trabajado en medios como La Patria y Semana y actualmente hace parte del equipo de comunicaciones de la Comisión de la Verdad. Entre el 2013 y el 2015 trabajó en el programa Mujeres Digitales, de la Gobernación de Antioquia, donde desarrolló diferentes contenidos pedagógicos con enfoque feminista como el que publicamos aquí. Recuerda leer la primera parte: El maleficio milenario

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