Mujeres de Confiar

«Mi mayor apuesta es ser feliz»: Lucero Blanco Zambrano, una mujer de Confiar

Por 20 noviembre, 2017 octubre 20th, 2019 3 Comentarios

 

Lucero Blanco Zambrano. Cortesía.

Por Jenny Giraldo García

Lucero Blanco Zambrano vive en Bogotá y es delegada de Confiar por la agencia de Santa Helenita, ubicada en la localidad de Engativá. Su propuesta es llevar a Bogotá circuitos de economía solidaria que posibiliten formas de distribución y consumo más justas y que generen más felicidad.

Aunque se declara «eterna alumna», quien conversa con Lucero tiene siempre la posibilidad de aprender. Vegetación de los páramos, cultura e historia de los muiscas y los emberá, geografía colombiana, economía solidaria, consumo responsable, acueductos comunitarios, autonomía alimentaria, recetas con semillas o fórmulas naturales para las rutinas de belleza, son algunos de los temas sobre los que ella puede enseñar. O más bien, compartir, porque para esta boyacense, radicada en Bogotá, la vida es un camino de intercambios y aprendizajes constantes.

Lucero es ingeniera agrónoma, graduada de la Universidad Nacional. Vive con su hija mayor y sus tres hijos, que tienen entre 24 y 10 años y con quienes ha tejido una relación basada en la colaboración, el apoyo mutuo y la solidaridad. Entre los cinco, cuidan a los dos perros y los tres gatos, que también hacen parte de la familia; se casó a los 19 años por primera vez y se ha separado tres veces. Una de sus actividades favoritas es el Kung Fu, práctica que adquirió hace 26 años y que asume como una forma de mantener activo su cuerpo y equilibrada su mente, y a sus 47 ya quiere comenzar a hacer Taichí. Es vocera de Agrosolidaria en la Alianza por la Salud Alimentaria de Colombia y trabaja en el Proyecto Páramos, de la Empresa de Acueductos de Bogotá, coordinando las acciones en tres municipios de Cundinamarca: Sopó, Nemocón y Sesquilé. Este proyecto, que busca conservar los ecosistemas contando con la participación de la comunidad y el fortalecimiento de sus capacidades, le ha permitido estar cerca de familias campesinas que luchan por sus territorios, por la autonomía alimentaria y por la defensa del agua, poder compartir con ellas es una de las razones por las que este trabajo la hace feliz.

La noche del cierre de elecciones para la Asamblea general de Confiar —en las que las personas asociadas eligen a sus representantes—, recordó que aún no había votado, así que cerca de las 12 de la noche entró a la plataforma y votó por ella misma. Se llevó una gran sorpresa cuando supo que el otro candidato por la oficina de Engativá obtuvo 112 votos y ella, ¡113! «Hay que confiar en lo que uno sueña y en lo que uno quiere», por eso su voto fue un acto de confianza en su capacidad de representar ese territorio, y hacerlo fue determinante, pues fue quizás el último de la jornada electoral, el que marcó la diferencia.

Cuando cuenta historias, Lucero pronuncia muchos nombres, los de las mujeres y los hombres con quienes ha construido y trabajado, y no sólo se debe a su buena memoria, sino también a que para ella es importante reconocer a cada ser. Mario Bonilla Romero es uno de esos nombres, lo conoció durante un viaje con su grupo de Kung Fu al Templo del Sol, en Sogamoso, en el 2010. Es el codirector de la Confederación Agrosolidaria, una organización que busca la construcción de una comunidad económica solidaria en el país, fortaleciendo la agroecología, el comercio justo, el mutualismo y el turismo rural sostenible. Para Lucero este fue un encuentro afortunado, tanto que en 2012 comenzó a trabajar allí, se unió con algunas familias para conformar la seccional de Engativá y comenzar la labor de distribución de productos. Y fue por Agrosolidaria que conoció a Confiar.

«Me entusiasmó encontrar una opción financiera alternativa, un hallazgo de que es posible construir una economía diferente con un relacionamiento de confianza, de respeto, de entender las realidades de las personas que se acercan a las oficinas. Empecé a vincularme con Confiar haciendo algunos talleres de consumo consciente y luego empecé a mantenerme informada y a cualificarme en la escalera de la participación».

Asumir la tarea de la distribución en su territorio es para ella una ventaja, pues el consumo consciente y respetuoso es una apuesta vital. «Nos preguntábamos, por ejemplo, por qué la quinua se vendía tan cara si realmente era muy barata y entendimos que hay tiendas que convirtieron el consumo sano y consciente en un asunto de élites». Ese cuestionamiento se extienda a su familia y a sus hábitos de vida. En su casa la crema dental es un producto extraño, lo normal es usar aceite de coco con bicarbonato; el azúcar está prohibida pues conoce los grandes daños a la salud, así que ahora todo se endulza con panela; además, se evita el consumo de productos plásticos y desechables, no se merca en grandes superficies y se procura comprar lo básico, lo realmente necesario. Para este estilo de vida, la tarea de distribuir los productos de los campesinos que viven en las zonas cercanas le representa una ventaja. Además, cuando la cadena de distribución es más corta, los productores reciben lo justo, los compradores pagan lo justo y eso, para Lucero, también aporta a la tranquilidad y la felicidad de unos y de otros. Y ella siempre está en función de ser feliz.


«La defensa de la madre Tierra es muy femenina»

Lucero se enfrentó a la diferencia de clases cuando estaba en el colegio. Estudió en uno de monjas que tenía una jornada adicional ‘para niñas pobres’. La historia que cuenta sobre este momento de su vida sembró en ella la semilla que germinó en el deseo de construir un mundo más equitativo:

«Estudiaba allí porque mi padre, que murió cuando yo tenía siete años, dejó recursos para mi educación, pero como la idea era que estudiara en la universidad, mi familia decidió que estudiara en un colegio no tan caro. Allá muchas cosas no me parecían justas. Las ricas estudiaban por la mañana, las pobres, por la tarde, y aunque eran las mismas monjas, los salones de las niñas ricas eran bonitos, la cafetería también, la cancha pavimentada; las de la tarde entrábamos por la parte de abajo y las niñas de arriba nos tiraban basura. Toda esa diferencia me empezó a cuestionar mucho y me llenaba en algunos momentos de algo de resentimiento, siendo todas niñas, pero las que tenían recibían una cosa y las que no, otra… ahí empezó a marcarse una gran diferencia entre los que tienen y los que no tienen».

Luego, la universidad también la puso frente a esa diferencia entre el tener y el no tener, y ese resentimiento infantil no había desaparecido: «Eso me rayaba muchísimo, porque, de alguna forma, el que tenía recursos para mí no era bien visto». Sus estudios en agronomía le permitieron replantear los modelos económicos y sociales excluyentes, pero entendiendo también que el resentimiento no podía ser una alternativa para hacerles frente. Terminando la carrera, en 1998, Colombia vivía momentos dolorosos —entre 1997 y 1999 se registraron 42 masacres en el país—, las poblaciones campesinas estaban siendo víctimas de los grupos armados, el valor del campo estaba en entredicho, y cuenta Lucero que en ese momento pensó: «no quiero ver a Colombia desde una pantalla de televisión, me voy a trabajar con las familias agricultoras, no comparto las armas, por eso no me fui a la guerrilla, me fui con la gente a aportar desde el trabajo propositivo y respetuoso de la vida».

Movida por esa necesidad, llegó a territorios emberá, en el Alto Sinú, donde conoció a Kimy Pernía Domicó, un aguerrido líder que fue desaparecido por paramilitares en el 2001. Para finales de los noventa, esta comunidad se enfrentaba a la construcción de la central hidroeléctrica Urrá, un megaproyecto que traía afectaciones graves para el río Sinú y para los pueblos que de él bebían y se alimentaban. Trabajando con el cabildo indígena emberá, comenzó también a apoyar a la población desplazada de Saiza, un corregimiento de Tierralta, Córdoba. Recuerda que fue el día de su cumpleaños cuando crearon la Asociación Comunitaria de Desplazados de Saiza, una organización que era urgente, pues una vez salieron de sus tierras, tras una violenta incursión paramilitar, el gobierno local declaró inexistente el lugar en el que vivían, «como si la gente no fuera parte del territorio». Cinco años  estuvieron los ‘chilapos’ —como les llaman por su mezcla entre cordobeses y antioqueños— por fuera de sus hogares, tiempo en el que el pueblo cayó en el olvido; muchos se desplazaron a Tierralta, otros tantos a Dabeiba (Antioquia). Sin embargo, ellos no olvidaron su territorio y dedicaron ese lustro a planear el retorno; con proyectos de agroecología y seguridad alimentaria formulados lograron, en 2004, regresar a su tierra. Lucero fue parte de esta historia y para ella es fundamental destacar el valor y la resistencia de este grupo de hombres y mujeres.

En esas experiencias, dolorosas y vitales, también comprendió la fuerza y el valor de las mujeres para defender su territorio y su cultura, María Rosinda Domicó y Marta Pernía son algunos de esos nombres revestidos de fortaleza que Lucero tiene en la memoria. Hoy, en su trabajo con las familias campesinas de los páramos, reafirma que son las mujeres las que defienden las semillas y las que guardan y comparten los saberes.

«La defensa de la madre Tierra es muy femenina y nosotras podemos retomar el relacionamiento respetuoso que tenían nuestros ancestros, pero muchas veces el modelo occidental no quiere escuchar esa otra apuesta, la ha subvalorado. En las comunidades, son las mujeres las que se paran y marcan la ruta, el rol de los hombres es determinante, pero son más los nombres de mujeres que te puedo contar. Ellas son las que ‘frentean’ la vida campesina, las que defienden el agua; cuando trabajé con los emberá, fueron las mujeres las que me marcaron con esa fortaleza en la decisión de defender el agua. Yo soy muy feliz de reconocer que las mujeres manifiestan tanta fortaleza y tanta sabiduría».

Ahora que Lucero Blanco Zambrano es una mujer de Confiar, ve en su rol una oportunidad para seguir aprendiendo y encontrar alternativas que impulsen a más iniciativas productivas, ambientales y comunitarias a seguir tejiendo redes de fuerza y solidaridad. Quiere seguir cualificándose y divulgando lo que hace Confiar, asunto para el que sabe que tiene un talento especial, pues la generosidad de su conversación y la capacidad de escuchar a los demás, le permiten generar relaciones de confianza. «Para mí ser delegada es la posibilidad de que otros puedan reconocer lo que yo he reconocido y que puedan desarrollar sus sueños de vida. Me considero como una arañita tejiendo relaciones, amarramos este hilito aquí, este hilito allá, haciendo una mallita de afectos, de ayudas que, así sean pequeñas, reconfortan enormemente».

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