La Red Feminista Antimilitarista piensa en la economía de las mujeres con enfoque feminista. De ahí han surgido iniciativas como escuelas de formación y, ahora, una lavandería comunitaria en el barrio Manrique de Medellín.
¿Cómo resuelven las mujeres de sectores populares su vida cotidiana? ¿De dónde sacan dinero para comprar ‘el diario’ en la tienda? ¿Cómo pagan un pasaje para ir a algún curso que le ofrecen de la alcaldía? ¿Cómo se reconoce su trabajo en la familia y en la sociedad? Todas estas preguntas atraviesan las reflexiones de las integrantes de la Red Feminista Antimilitarista, quienes además de trabajar por la prevención y erradicación de las violencias basadas en género, la desmilitarización de los cuerpos y los territorios y la investigación de los feminicidios y sus relaciones con las estructuras patriarcales de la sociedad, tienen una línea de formación en economía feminista, a través de las Escuelas de Feminismo, que ya llevan cuatro ciclos.
En medio de tantos encuentros, conversaciones y procesos llegó una pregunta: ¿por qué el negocio de alquiler de lavadoras, que tiene que ver, justamente, con el cuidado y lo doméstico -escenario tradicionalmente ocupado por mujeres- se ha convertido en un negocio privado, gestionado principalmente por hombres? ¿Qué hacer con esa realidad que atañe directamente a la vida y la economía de las mujeres y al cuidado de sus familias? Una agencia internacional las invitó a desarrollar un proyecto alrededor de la economía, el cooperativismo, la autogestión y la economía y esa fue la oportunidad para materializar un sueño colectivo, algo revolucionario y transformador: la lavandería comunitaria Mi mamá trabaja. Juntas pensaron este proyecto, hicieron cuentas, investigaron, consiguieron un local, hicieron un préstamo, compraron las lavadoras, pintaron y adaptaron el espacio en el que hoy tiene vida esta lavandería.
El trabajo de lavar ropa consiste, más o menos, en los siguientes pasos: recoger la ropa sucia, organizarla, separarla, ponerla en la lavadora, echar detergente, encender, esperar, sacar la ropa, sacudirla, tenderla, esperar a que se seque, recogerla, doblarla y devolverla a su cajón de origen para que vuelva a comenzar su ciclo. Una tarea de nunca acabar. Y eso que acá estamos contando con mujeres que tienen lavadora; quienes no tienen deben además gestionar su alquiler, instalación, desinstalación y entrega. Y en algunos casos, cuando no hay posibilidad de alquilar, la ropa se lava a mano, hay que estregar prenda por prenda, enjuagar varias veces, un oficio que casi siempre se hace de pie y que poco a poco va trayendo afectaciones para las manos, las piernas o las espaldas de las mujeres. Y todo esto, por supuesto, requiere que alguien (generalmente, ella misma) vaya a la tienda por el detergente y otros jabones que se vayan a usar. ¿Cuánto tiempo toma hacer todo esto? ¿Cuánto costaría esta larga lista de acciones?
Marta Restrepo López, integrante de la Red, es una de las mujeres que ha puesto en este proyecto su deseo, su corazón, su mente y su fuerza de trabajo, con la esperanza de que este sea un paso importante, por un lado, para la generación de condiciones materiales dignas para las mujeres que están involucradas con la lavandería; y, por otro, para la urgente interpelación que hay que hacerle al Estado sobre su visión del cuidado, el trabajo doméstico no remunerado y la reproducción social.
¿Y qué tiene que ver el Estado con la lavada de la ropa?
Uno de los proyectos estratégicos de la actual de la Alcaldía de Medellín es el de “Bienes de capital físico para mujeres”, que consiste en la entrega de lavadoras “para la disminución del uso de tiempo de trabajo doméstico y de cuidado no remunerado de las mujeres buscando incentivar la inserción de estas beneficiarias en la educación y el empleo, para así fortalecer su autonomía económica, física y reproductiva”. Esto, en apariencia, suena muy bien. Sin embargo, la existencia de Mii mamá trabaja plantea una propuesta crítica a esta manera de entender la tarea de lavar la ropa.
En Medellín está contemplado beneficiar alrededor de 8700 mujeres (al menos eso dice el indicador del plan de desarrollo). Esto, según la lógica del bien del capital, implica entregar 8700 lavadoras, pues dice el plan que serán entregadas a mujeres “que no cuenten con estos bienes en sus viviendas”. Tener una lavadora puede hacer la diferencia en cuanto al uso del tiempo; sin embargo, no propone una diferencia radical frente a la concepción del cuidado como un asunto privado y ejecutado por las mujeres, principalmente.
Cuando se compra una lavadora, hay un privado que se está beneficiando. En este caso, con recursos públicos se comprarán 8700 lavadoras. Las destinatarias, mujeres mayoritariamente precarizadas y con muy bajos niveles de ingresos y de calidad de vida, serán propietarias de un ‘bien de capital’ que implica una serie de gastos que tendrán que ser asumidos por ellas: agua, energía eléctrica, detergentes. Tendríamos que pensar, incluso, en las condiciones de espacio que tengan estas mujeres en sus viviendas para instalar una lavadora. Por todas estas razones, una perspectiva feminista piensa en la colectivización de las tareas del cuidado.
En el otro lado de la misma moneda está la dependencia y subordinación de las organizaciones barriales y comunitarias a los recursos públicos. “Muchas aliadas tienen 30 mil cartones de diplomados, pero tienen que ver cómo resuelven su vida material y la de sus familias, cómo se movilizan, cómo ir hasta la reunión de la alcaldía. Y hay que volver a poner en el centro el trabajo comunitario, que hacen mayoritariamente también las mujeres, y que es un trabajo no pago, que genera un montón de cargas en la cotidianidad y que extiende ese rol de cuidadoras también a lo público”. Esa otra crítica también es necesaria, pues los presupuestos participativos, la formación en emprendimiento, etcétera, no genera necesariamente un impacto positivo para la economía de las mujeres.
Entonces, la propuesta es…
Marta Restrepo nos invita a pensar en una imagen: las lavanderas en el río. Grupos de mujeres que se encontraban para lavar en un ejercicio que les permitía, por un lado, salir de casa y juntarse con otras, establecer conversaciones, sentirse menos solas a la hora de hacer esta tarea de cuidado. Por otro lado, el agua como bien público podía ser usada por todas, sin pagar, sin accesos restringidos. Volver a la imagen de las lavanderas nos ayuda a entender el sentido de la existencia de una lavandería comunitaria y cómo un proyecto como este tiene sentido en medio de la convulsión y las demandas de una sociedad en la que prima el individualismo y en la que todo se tiene que comprar.
La lavandería Mi mamá trabaja busca entonces aportar soluciones diversas para las vidas de las mujeres. Por ejemplo, a la pobreza de tiempo, pues contando con lavadora y secadora, este proceso lleva solamente una hora; y si bien es necesario que ellas recojan y organicen la ropa en sus casas, una ventaja es que no deben hacerse cargo de comprar detergentes y no se incrementan sus gastos de agua y de luz; no tienen que estregar, extender y recoger; de esta manera, el trabajo que normalmente les puede tomar de tres a cuatro horas, les toma una hora más los tiempos de desplazamiento. Y el valor agregado que implica que puedan estar en compañía de otras mujeres y de algunas profesionales. En últimas, se trata de colectivizar las labores de cuidado, de sacarlas del ámbito privado y de convertirlas en una oportunidad de aprendizaje y cooperación.
“Lo que aspiramos es a que esa red de mujeres cercanas, o sea las vecinas de la comuna, nuestras aliadas naturales en este proyecto, con las que ya hemos hecho ejercicios de formación en la economía feminista, puedan encontrar un lugar concreto para lavar juntas, al tiempo que pueden conversar y leer juntas, pues estamos construyendo una biblioteca especializada en economía y literatura feminista, que podamos hablar sobre este asunto de la redistribución, la acumulación de riqueza, el empobrecimiento, la individuación neoliberal. Y que podamos hacerlo de manera lúdica, tomándonos un café o una aromática natural”, señala Marta Restrepo.
Para las feministas ha sido muy importante nombrar el trabajo doméstico. Por eso el nombre de esta lavandería deja claras sus intenciones: declarar que «Mi mamá trabaja». Y nosotras traemos a colación el título de una película que no tiene nada que ver, pero esa expresión nos permite decir que todas las mamás del mundo trabajan en el cuidado de su familia; incluso aquellas que trabajan por fuera de casa y que pueden pagarle a otras mujeres para que se hagan cargo: ellas administran, distribuyen, van a reuniones de ‘padres de familia’, escuchan a sus hijos e hijas, están pendientes de sus tareas o de que la ropa les sirva y esté organizada y limpia. Tu mamá trabaja… ¡y la mía también!
Es un reto constante la comprensión del cuidado como un trabajo, y para esto es fundamental encaminar los esfuerzos hacia una transformación cultural que permita la creación de sentidos comunes sobre la libertad, la emancipación y la transformación de lo que ha significado la condición de ser mujeres en la sociedad. “Por ahora no tenemos lo que queremos -señala Marta- generar riqueza para redistribuirla”, pero lo que pasa en Mi mamá trabaja le apunta a esos dos objetivos: la cultura y la economía. Esto solo es posible con el encuentro, la conversación, la puesta en común de preguntas e intereses, el intercambio generacional. Y todo esto pasa por este local del barrio Manrique, un lugar en el que se confronta esa idea de que ‘la ropa sucia se lava en casa’, porque aquí, en sentido literal y figurado, como dicen ellas: “la ropa sucia la lavamos juntas”.
Me encanta su página. Gracias por toda esa bonita y necesaria información!
Me en canta esta Pajina. Muy buena