Superar la crisis alimentaria generada por el coronavirus solo es posible con una transformación del campo que garantice a campesinas y campesinos el derecho a la tierra, al agua y a las semillas para alcanzar la soberanía alimentaria de los pueblos.
El COVID-19 ha evidenciado la deshumanización de pacientes y del personal de la salud como consecuencia de un sistema de salud privatizado, que no garantiza el derecho a la salud ni al trabajo digno. En menor medida se ha hablado de los impactos que el mismo modelo privatizador, el neoliberalismo, genera sobre los sistemas alimentarios (bienes naturales, población, producción, procesamiento, distribución, consumo) que garantizan el abastecimiento de comida a las ciudades y que su funcionamiento está estrechamente ligado a condiciones de apropiación de la tierra y al modelo económico. Aprovechamos el 17 de abril, fecha en que se conmemora el Día Internacional de las Luchas Campesinas para plantear la discusión sobre los impactos que políticas neoliberales han dejado sobre el sector campesino y agrario, especialmente sobre las mujeres campesinas, y a la vez destacamos las potencialidades que ellas tienen para garantizar la soberanía y la seguridad alimentaria en tiempos de la pandemia.
1. «Existe un estrecho vínculo entre la garantía del derecho a la alimentación y un acceso más equitativo a la tierra para los pobres de las zonas rurales, junto a recursos como el agua y programas de desarrollo rural integral. Estas medidas benefician especialmente a las mujeres por la asimetría histórica basada en prejuicios culturales en el acceso a la titulación» expone la recomendación No. 34 de 2016 de la CEDAW; de hecho la FAO en su informe El estado mundial de la agricultura y la alimentación: las mujeres en la agricultura, reconoce que si las mujeres tuvieran el mismo acceso a tierra y a recursos que los hombres, la producción agrícola en los países en desarrollo podría aumentar entre un 2,5% y un 4%.
Pero en Colombia el sector agrícola no alcanza su potencial debido al modelo de desarrollo agroindustrial y extractivista ligado a la concentración de la tierra. Situación que se profundiza si tenemos en cuenta que las mujeres no tienen igualdad de acceso a los recursos y oportunidades que necesitan para ser más productivas. El Censo Nacional Agropecuario muestra que el 75% de las UPA (unidades de producción agrícola) tienen menos de 5 hectáreas y ocupan menos del 2,1% de la tierra; y que el 0,4% de las UPA tienen más de 500 hectáreas y ocupan el 76,6% de la tierra. Estas cifras no muestran que cerca de un millón de UPAs campesinas tienen un tamaño inferior a la tierra de la que dispone en promedio una vaca para pastar (1,6 ha).
2. El acceso a la tierra afecta a la población afro e indígena, y en mayor medida a la campesina. Para Catalina Gómez Dueñas, docente e investigadora en la línea de desarrollo rural y ordenamiento territorial del Instituto de Estudios Interculturales de la Universidad Javeriana de Cali, «en términos de la ley hay una asimetría de derechos, ya que las comunidades étnicas cuentan con figuras de adjudicación de tierras con titularidad colectiva como son los resguardos indígenas y la titulación colectiva para comunidades afro. Mientras que el campesinado, aunque tiene la figura de ZRC (zonas de reserva campesina), en términos jurídicos no es equiparable a los territorios colectivos de las comunidades étnicas», y no todo el campesinado se organiza alrededor de las ZRC.
Por otra parte está demostrado que la alta concentración de la tierra afecta a las mujeres de forma diferencial. El censo lo evidencia al encontrar que las productoras se caracterizan por tener UPAs de menor tamaño, mientras que los hombres tienen UPAs de mayores tamaños: del total de UPA en cabeza exclusiva de mujeres, el 78,4% tiene menos de 5 ha, y ocupa el 9,5% del área. En las UPA entre 50 y 100 ha, se encuentra menor participación de mujeres productoras.
A la desigualdad estructural en el acceso a tierras se suman otras brechas de género relacionadas con el acceso a recursos productivos como créditos, asistencia técnica y maquinaria. Otros factores que restringen el derecho a la tierra tienen que ver con una estructura de exclusión social que afrontan las mujeres rurales en materia de educación, salud y participación política. «La desigualdad no está solo en el modelo de producción sino también en la cultura: las mujeres rurales deben enfrentarse a estereotipos de género que las ubican en el espacio de lo doméstico o que las excluye de los procesos de herencia (que favorecen a los hombres) por la falsa creencia de que no se harán cargo de las actividades agropecuarias. Ellas tienen menos oportunidades para acceder a la tierra porque no suelen conocer los procedimientos para tramitar una titulación o formalización porque acceden menos a la educación y a la salud, y no tienen las mismas condiciones para participar en los procesos organizativos», explicó Catalina Gómez Dueñas.
3. A pesar de estas barreras, las mujeres campesinas tienen potencial para contribuir a mitigar la crisis por alimentación que puede emerger en medio de la pandemia. Históricamente ellas han implementado estrategias para resolver el problema de la deficiente situación alimentaria en sus comunidades, y han contribuido a garantizar la soberanía alimentaria a través del cuidado del agua, de las semillas nativas, del cultivo de alimentos de alto valor nutritivo como son legumbres y hortalizas, y también también con prácticas de rotación de cultivos para la recuperación del suelo y el control de plagas; de hecho, las experiencias agroecológicas son mayoritariamente lideradas por mujeres, y todas estas son alternativas al modelo agroindustrial dominante.
«Si calculáramos hoy en día los aportes que las mujeres rurales realizan a la economía, sería muy pertinente contar el costo de monetizar y cuánto tiempo se usa en actividades como el cuidado de las semillas, la producción en huertas que no son para el mercado sino para el consumo familiar y el cuidado de los bienes comunes y que implican la construcción de comunidad y de beneficios colectivos. El coronavirus evidencia la importancia de estas actividades del cuidado de la vida y la importancia que tienen esas personas que están en la ruralidad, pero el modelo de desarrollo no puede seguir reproduciendo esas condiciones tan nefastas», comenta Catalina.
4. Es el modelo de desarrollo el que ha implementado la fórmula de: más tierra para la agroindustria y la ganadería y menos para los alimentos. En Colombia hay 43 millones de hectáreas dedicadas a actividades agropecuarias, de las cuales 34,4 millones (el 80%) son para ganadería y 8,5 millones (el 20%) son para agricultura; este uso del suelo no se corresponde con su vocación ya que 22 millones de hectáreas son aptas para la agricultura y solo se utiliza el 40% y para la ganadería, por el contrario, solo son aptas 15 millones de hectáreas y se destinan más del doble. Este panorama se agrava si comparamos la capacidad de producción agrícola del país con los 15 millones de toneladas que importamos en alimentos (casi el 30% de lo que consumimos) , especialmente de maíz y arroz que barrieron con la producción local.
Ante el inminente riesgo de inseguridad alimentaria por el COVID-19, el pasado 7 de abril, el gobierno colombiano firmó un decreto para importar 2,4 millones de toneladas de alimentos sin aranceles. Esta respuesta va en perjuicio de la producción campesina que produce la mayoría de los alimentos que consumimos en Colombia. Simultáneamente, el gobierno sigue incumpliendo con la implementación de la Reforma Rural Integral establecida en el Acuerdo de Paz, orientada a fortalecer el desarrollo de la agricultura campesina, familiar y comunitaria a partir de la restitución de la tierra, la formalización de la propiedad, el desarrollo de infraestructura y adecuación para garantizar que las tierras cuenten con distritos de riego y con vías terciarias que faciliten la comercialización.
5. Estas dinámicas no solo afectan a la producción agrícola sino que también generan impactos en consumidores y consumidoras. La agricultura campesina tiene dificultades para sacar los alimentos de sus fincas, para transportarlos hasta los centros urbanos y para acceder a distintas formas de comercialización; frente a estas limitaciones se benefician los intermediarios a partir de la especulación en los precios: «la autonomía la pierden tanto quienes producen los alimentos como quienes los compramos, pasa que la papa o la cebolla se vende a 200 pesos y en los supermercados se compra a 2 mil. Entonces en las ciudades también tenemos responsabilidad frente a lo que consumimos, no podemos hablar de mujeres rurales en abstracto sin hacer nuestra parte en las ciudades, la relación tiene que ser de ida y venida» recomendó la investigadora en desarrollo rural Catalina Gómez, quien recientemente resultó ganadora de la octava versión del Premio Jorge Bernal, justamente por el proyecto: Mujer rural y autonomía económica. Principios para la economía solidaria, la agroecología y el cuidado del medio ambiente.
La soberanía alimentaria se abandona cuando para solventar las necesidades de seguridad alimentaria, la institucionalidad apoya iniciativas comerciales de supermercados y grandes superficies las cuales se proveen de alimentos mayoritariamente importados, mientras los mercados campesinos se debilitan porque no cuentan con la infraestructura para sacar los alimentos de sus territorios, pues la construcción de vías nacionales responden a las necesidades de comercialización y exportación de caña, palma aceitera, café, banano, petróleo, carbón, oro, etc… es decir lo que es favorable a la agroindustria y al extractivismo.
6. Ante la exclusión social los campesinos y campesinas han resistido de manera histórica; el Día Internacional de las Luchas Campesinas se conmemora desde 1996 por el asesinato de 19 campesinos del Movimiento de Trabajadores Sin Tierra de Brasil, y busca reconocer a campesinos y campesinas que han luchado por la reforma agraria, la redistribución de la tierra y por la soberanía alimentaria.
Una de las victorias más importantes y recientes del movimiento campesino, alcanzada a través de la Vía Campesina (movimiento internacional que reúne a millones de campesinas y campesinos de América del Norte, América Latina y el Caribe, Asia, África y Europa) y tras una década de trabajo, fue lograr que la ONU los reconociera como sujetos políticos a través de la Declaración sobre los Derechos de los Campesinos; esta es una herramienta del marco normativo internacional que da los lineamientos de las políticas agrarias que los gobiernos nacionales suscritos a la ONU deberían implementar en sus territorios. Dicha declaración también es un instrumento para las organizaciones nacionales pues legitima la lucha por la implementación de tres derechos campesinos fundamentales: el derecho a la tierra, el derecho al agua y el derecho a las semillas, reconociendo que las semillas son patrimonio de los pueblos y no de las trasnacionales .
El reconocimiento del campesinado como sujeto político colectivo (más allá de su actividad productiva) es fundamental porque a diferencia los pueblos indígenas y los pueblos afro, el campesinado no cuenta con una figura de identidad colectiva que les permita la reclamación de tierras colectivas para implementar sus planes de vida con enfoque de género y que integren las dimensiones ambientales, culturales, políticas y económicas propias de su cultura. La dificultad para lograr un reconocimiento de esta magnitud es que esto implicaría una redistribución de la tierra, no es posible dar títulos colectivos a campesinas y campesinos con el nivel de acaparamiento de tierras que existe en Colombia, y precisamente no se ha logrado porque implica tocar las fibras del modelo económico y de las élites que han expropiado históricamente a las campesinas y campesinos.