ESPECIAL AURA LOPEZ

La mujer: del pecado al marketing

Por 2 mayo, 2017 octubre 20th, 2019 2 Comentarios

A sus 72 años, Teresa recuerda así la época en que cumplió 12 años: “yo venia de jugar en la calle con los muchachos y las muchachas de la cuadra, que en aquel barrio acostumbrábamos reunirnos en los antejardines a jugar balón, organizar caminatas o simplemente charlar en alegres corrillos. Un día, mi mamá me hizo pasar a la pieza donde yo dormía y después de cerrar la puerta, me dijo muy seria y en voz baja, que a mi edad estaba por aparecer una enfermedad que solo les daba a las mujeres, y que significaba que dejaban de ser niñas para convertirse en señoritas; que por lo tanto debía abandonar los modales bruscos, cuidar un poco mas de mi apariencia física, y de mi arreglo personal. Hizo una breve y misteriosa referencia a la sangre, referencia que me aterró, y acerca de la cual no fui capaz de pedir ninguna explicación, tales eran mi miedo y mi vergüenza. Al día siguiente cuando me encontré con mis amigos, me sentí turbada e insegura, asustada de pensar que ante cualquier movimiento brusco, la terrible enfermedad se manifestara y todos descubrieran mi vergonzoso secreto. Una voz sorda y profunda me decía que algo en mi se había roto, y el grupo que me rodeaba comenzó a resultarme extraño y distante.”

La sentencia, pues, había sido dictada. Teresa ingresaba al mundo de la mujer, un mundo que se le imponía como enfermedad y que la obligaba a asumir aquella carga de vergüenza y miedo que significaban el paso a ese estado de su vida. La llamada “feminidad,” como una gasa protectora, empezaba su tarea de apartamiento, de condicionamiento de esa persona, marcándola, por el solo proceso biológico de su organismo, con la obligación de adoptar conductas diferentes, modos y actitudes que habrían de convertirla en FEMENINA”, que no era otra cosa que la negación de su propio cuerpo, mediante la idea heredada a su vez de madres, abuelas, bisabuelas y tatarabuelas, de que el cuerpo era algo turbio, vergonzoso, y que debía ser tapado, ocultado.

“……..era entonces la oscuridad”, afirma Teresa recordando su infancia y su adolescencia, oscuridad producto a su vez de otras lejanas oscuridades, herencia de antiguos miedos, de pasos inseguros, de preguntas sin respuesta, que dejaban en los ojos asombrados un vestigio de tribulación. El cuerpo estaba ahí, cálido y vivo, pero manos poderosas lo borraban, lo negaban, señalándolo como oscuro objeto de temor y vergüenza, como símbolo de pecado. El cuerpo era nuestro enemigo y solo la pureza nos ayudaría a derrotarlo; ser puras era mantenerse a salvo de miradas y pensamientos, aceptándolo como especie de carga maléfica frente a la cual cada renuncia sería un triunfo, cada negación una conquista.

Desde niña, pues, la mujer intuía su cuerpo, pero le estaba prohibido escrutarlo, conocerlo. Lo grave fue que en el cumplimiento de aquella prohibición, muchas terminaron avergonzándose de él, y al cabo del tiempo, tan ignorantes de si mismas como en los días de la infancia, se encargaron de transmitir a sus hijas su propio aprendizaje, repitiendo en ellas, en nombre de una supuesta pureza, otra vez la negación.

Pero esta alineación del cuerpo no es un asunto local en la historia de las mujeres ni un hecho reciente. Por el contrario, se remonta a la antigüedad. En su obra, “La historia de las mujeres”, Georges Duby se pregunta: “¿Hay qué escribir una historia de las mujeres? Durante mucho tiempo la pregunta careció de sentido o ni siquiera se planteó Destinadas al silencio de la reproducción material y casera, en la sombra de lo doméstico que no merece ser tenido en cuenta ni contarse, ¿tienen acaso la mujeres una historia? Y agrega mas adelante: “Hasta los censos dejan de lado a las mujeres; en la antigua Roma solo se las tiene en cuenta si son herederas; la relación entre los sexos deja su impronta en las fuentes de la historia. Pagana o cristiana, Roma exige la virginidad de las jóvenes y honra el pudor y la castidad de las mujeres mayores”.

Es pues, milenaria, la lucha de la mujeres por instalarse en un mundo que trascendiera lo simplemente domestico. Ha sido larga, y difícil. En el siglo XVII, en Inglaterra una mujer, Anne Finch, poeta, escribía así en su diario: “Ay de la mujer que se atreve a escribir. Se le considera tan presuntuosa, que no hay virtud que pueda redimirla de ese pecado. Se nos dice que eso es falsear nuestro sexo y nuestro destino, y que los buenos modales, la danza, los trajes, son las únicas cosas a las cuales el “bello sexo” debe aspirar. Escribir, leer, estudiar, frustraría las conquistas de nuestra mejor edad y malgastaríamos nuestro tiempo. La tediosa tarea de llevar una casa, constituye para muchas nuestro máximo talento y nuestra capacidad.”

Eran las palabras de una mujer refinada, apasionada por la literatura, que leía y escribía a escondidas, asediada por el ridículo que cubría a las mujeres que asumían el ejercicio intelectual, entendido exclusivamente como propio del hombre. Como ella, muchas otras mujeres fueron borradas de la historia, del arte, de la literatura, y aquello que se asumía como incapacidad, taponó todo gesto que pretendiera saltar por encima de los roles mezquinos a los cuales se les condenaba. Borradas las que escribieron sin firma o firmaban sus escritos con seudónimos o con nombres de hombres, para que fueran publicadas y evitar el menosprecio o la burla. Borradas las pintoras que no firmaban sus cuadros, y de quienes no sabemos nunca nada. Pintaron en silencio, y algunas de sus obras aparecen en pocos museos o reproducidas en libros de arte, sin nombre, sin firma.

El caso de Camille Claudel, es conmovedor: nacida en 1864 en un pueblo de Francia, soñaba desde los 13 años con llegar a ser una escultora, empeño que su madre no le perdonó jamás, ya que esa vocación implicaba mostrar cuerpos desnudos, relacionarse con hombres en dudosos talleres, convertirse en una “perdida”, ambigua expresión con la cual se le rebajaba y se le denigraba. Una mujer escultora significaba un escarnio, una vergüenza. Cuando conoció al escultor Rodin, de quien fue su amante, desdeñando los convencionalismos sociales, empezó su tarea artística con una audacia de formas que como en la escultura “El abandono” muestra los cuerpos entrelazados de dos amantes. Las osadas posturas de sus estudios de desnudos desatan un gran escándalo, pero también miedo de parte del propio Rodin, que llego a decir: “Si Camille empieza a hacer escultura erótica, se expone a que la masacren. Y agrega; “Ha sido osada, pero aún lo será mas, no cabe la menor duda”. A Rodin lo afectaba la presencia perturbadora de Camille. Y también a Paul Claudel, su hermano, poeta y dramaturgo. En el fondo no podían aceptar que aquel espíritu avasallador anidara en el cuerpo de una mujer. Ambos, de algún modo, se sintieron disminuidos y fue así como en convivencia con los padres de Camille, la internaron en un manicomio donde permaneció recluida hasta su muerte en 1743. Llamaron “locura” a aquella pasión creadora, a aquel fuego desatado, a aquella libertad desbordante de cuerpo y espíritu. Nunca perdió su lucidez y escribió cartas desesperadas pidiendo que la sacaran de ese lugar. Médicos próximos a ella consideraron que no se justificaba su reclusión, pero la familia Claudel fue inflexible. Era preciso guardar las apariencias.

Y mucho, mucho más lejos en la historia año 400 en Alejandría, Hypatia, a quien Carl Sagan llama “la última lumbrera de la biblioteca de Alejandría”, enseñaba filosofía en la academia de aquella ciudad y escribió tratados de astronomía y geometría. En aquel momento, las luchas religiosas son en Alejandría luchas por el poder, y el fanatismo encuentra allí un espacio propicio. Hipatia se mueve con serenidad entre sus colegas masculinos. Sabia y hermosa. Dedica su tiempo al trabajo en la biblioteca y a atender al número creciente de sus discípulos. Grupos de fanáticos, azuzados por el Arzobispo de Alejandría, veían en ella la encarnación del mal. Tanta sabiduría en una mujer, precipitó la tragedia: una turba enloquecida detuvo su carruaje, su cuerpo, vejado, fue desollado con conchas marinas que a manera de cuchillas separaron su carne de sus huesos, quemados después junto a muchas de sus obras.

Pero volvamos a nuestro tiempo. En Colombia, el los años treintas, surgieron mujeres que enfrentando toda clase de prejuicios, afirmaban su condición de luchadoras por unos derechos que hoy parecen obvios, pero que para ser reconocidos jurídicamente hicieron una lucha abierta de mujeres entre ellas Ofelia Uribe quien en su libro “Una voz insurgente”, cuenta cómo cuando grupos reducidos de mujeres presionaban para que el Congreso aprobara una ley que concedía el derecho al voto femenino, congresistas, ministros, políticos, y personajes de toda clase, salieron dizque en defensa de las mujeres, con argumentos como aquel de que no siendo el sufragio lo suficientemente puro, como lo quería el gobierno, debía apartarse a la mujer de esa DUDOSA actividad, y fueron esas mujeres cuyas demostraciones publicas constituían un escándalo, quienes abrieron el camino que hoy transitamos miles de mujeres. Basta saber que antes de 1.932, en Colombia la mujer casada no podía comparecer en juicio, ni actuar como testigo o como apoderada, ni comprar ni vender sin autorización del padre en caso de ser soltera, o del marido, quien además ejercía la patria potestad sobre los hijos con exclusión de la mujer, que la adquiría solo al enviudar. Se alegaba la condición de “incapaz” para la mujer y para los menores de edad. Solo en 1.954, en pleno siglo XX se nos concedió el derecho al voto y se nos otorgó la cédula de ciudadanía. Hasta entonces nuestra identificación era una llamada tarjeta postal como la de identidad que se les otorga hoy, precisamente, a los menores de edad. Eso éramos: menores mentales, discapacitadas intelectuales. Ya en 1.933 y siempre por la lucha incesante de esas feministas de la época, se abrieron para la mujer las puertas de la universidad, lo que constituyó otro escándalo: los estudiante varones las recibieron con burlas y desdenes; las familia temían que sus hijas se apartaran del mundo hogareño y naufragaran en ese otro mundo ajeno y exótico, territorio exclusivo de los hombres. Cuando se graduaron las primeras abogadas del país, el nombramiento de algunas como funcionarias de la rama jurisdiccional, dio lugar a una decisión abierta por parte de abogados y funcionarios, e incluso fue entablada una demanda contra la asignación del cargo de juez en Bogota a una de las graduadas, no cabía en la mente de los hombres, y de buena parte de la sociedad en general, este desafío, este rebelarse con la lo “femenino”. Pero del fondo, lo que les aterraba a los hombres era descubrir, con temor, que aquellas mujeres sí eran capaces de desempeñarse en su profesión. Todavía hoy, ha tenido que ser necesario fijar, por ley, un 30% de cuota para mujeres en cargos públicos, algo que ni siquiera se cumple en muchos casos.

No es posible saber cuántas cosas denigrantes y equivocadas han dicho de la mujer los filósofos, los escritores, los científicos, los predicadores. Platón el gran filósofo de la antigüedad, daba gracias a los dioses por haber nacido libre y no esclavo, hombre y no mujer. Una antigua oración de los judíos, dice: “Bendito sea Dios por no haberme hecho mujer”. Y a las mujeres judías les enseñaron a rezar: bendito sea Dios por haberme creado según su voluntad”. Balzac el gran novelista francés, decía: “la mujer es una esclava a quien es preciso saber entronizar, alimentándola con flores y perfumes”. Y Rousseau, famoso escritor y filosofo, en su obra “Emilio”, dice: “Dar placer a los hombres, serles útiles, hacerse honrar y amar por ellos, criarlos de niños, cuidarlos de mayores, acogerlos, consolarlos, hacerles agradable y dulce la vida; he ahí los deberes de las mujeres en todos los tiempos, y lo que se les ha de enseñar desde la infancia”. Mucho más atrás en el tiempo, uno de los mas grandes sabios de la humanidad, Pitágoras, proclamaba: “Hay un principio benéfico del cual han surgido la luz y el hombre; y un principio maligno del cual han surgido el caos, las tinieblas y la mujer”. Y agreguemos la voz e los predicadores religiosos que han llamado a la mujer entre muchas otras denominaciones, “puerta del infierno,” “larva del demonio”, “serpiente del mal”. San Pablo decía: las mujeres callen en la congregación, porque no les es permitido hablar, como la ley también lo dice. Si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos pues es indecoroso que una mujer hable en la congregación. Recientemente un sacerdote en su predicación, recomendaba guardarse de las que llamó “las cosas del mundo”: las mujeres, el juego, el licor”. Y agregó; “Por ahí entra fácil el pecado”.

Atada a roles que la religión refuerza llamándolos virtud, que la familia utiliza para mantener el ejercicio del poder, que el hombre aprovecha para instalar su vanidoso reinado, la mujer resulta atrapada por una red sutil sutil, compleja, difícil de identificar y de deshacer.

Habrá que buscar en profundas raíces históricas, cual es, de donde proviene el espíritu que ha alentado estas y otras denominaciones y prevenciones en relación con la mujer, como no sea un miedo cerval, atávico, del hombre hacia el cuerpo femenino, miedo de salir cuestionado o derrotado. El hombre tendría que hacerse digno de la mujer, y el hecho de persistir en aquellas actitudes, no hará otra cosa que confirmar su fragilidad, sus profundos temores ancestrales.

La lucha de las mujeres, algunos de cuyos nombres permanecen en la memoria colectiva, pero anónimos en su mayoría, que tuvieron el coraje de oponerse y de reclamar sus derechos enfrentando aquellos muros de fanatismo e incomprensión, desembocaron en grupos estructurados, deliberantes y conscientes. De ahí que no sean caídos del cielo los espacios de los cuales nos vamos apoderando las mujeres, rompiendo lazos asfixiantes a partir, sobre todo, y de modo específico, de la posesión del cuerpo liberado de ataduras paralizantes.

El movimiento de liberación femenina, surgido en los Estados Unidos en los años sesentas, se enfocó sustancialmente a plantear el problema de la mujer a partir de la enajenación de su cuerpo. Desde entonces el Feminismo dice que toda conciencia de liberación sólo puede darse bajo la convicción profunda de que se es dueña de su cuerpo, y que es ella la que ha de tomar las decisiones que a ese cuerpo se refieren. Que ese cuerpo le pertenece y que deja de ser ella la elegida, la pasiva, la conforme, para empezar a amarse a si misma. Dijo entonces el feminismo que antes de esa constatación la mujer no existe, es apenas una sombra desvanecida y borrosa, imprecisa. Apropiarse del cuerpo no es solo un acto de la intimidad: implica asumir conductas, decisiones, modos y actitudes que desafían el pasado, que enfrentan el presente y le quitan al futuro su máscara de temor e indecisión. El feminismo es enfático: primero el cuerpo. Solo si se habita un cuerpo libre y autónomo, la mujer irrumpirá en todos los espacios abiertos al desarrollo humano. El feminismo habla de una sensualidad elegida por la mujer, asumiendo ella las opciones y las consecuencias derivadas de esa apropiación.

Las ideas feministas desataron en el mundo una toma de conciencia, un sacudimiento de dimensiones sociales que se agrandaba en la medida de la claridad, de la confrontación entre aquel silencio de siglos y este alud de voces, este escarbar en nuestras propias raíces y descifrar el sentido mas profundo de la presencia de la mujer en el mundo. “Mi cuerpo es mío” era la frase que rescataba todo aquello sustancial, el mas profundo principio de toda presencia lúcida en torno al destino histórico de la mujer. El feminismo inició, además, una tarea de rescate de escritos de mujeres de diversas épocas, que permanecía ignorados: cartas, diarios, novelas, poesías, memorias, y numerosos ensayos que dieran cuenta de un estatus intelectual que se enriquece cada vez más y penetra de modo crítico e inteligente en el mundo de las ideas.

Todo ha sido cuestionado por el Feminismo: la familia, la política, la religión, la historia, la biología, la antropología. Y es así como las mujeres hemos venido afianzando una presencia de lucidez y un ejercicio de la inteligencia. Pero hemos de referirnos a un asunto grave que agrieta la libertad conquistada. Sucede que en este momento de nuestra Historia, cuando la posición de la mujer en el mundo se afirma, y se afirma gracias a un espíritu de identidad y a una lucha personal, se presenta una dramática marcha atrás, un retroceso cultural que amenaza con convertirla de nuevo en un simple objeto de claudicación y renuncia servil a la independencia conquistada. En número preocupante, no es hoy la mujer ella misma, sino la encarnación de un modelo fabricado, que otros le imponen, y que ella acepta en una mezquina transacción. La norma, pues, recupera ahora por distintas vías, antiguos miedos en relación con el cuerpo femenino: miedo a engordar, a envejecer, a tener arrugas, a no poseer los centímetros de más o de menos que el medio exige y pregona. Está insatisfecha con las medidas de su cuerpo, y le agrega y le suprime, ya ni siquiera a la medida que elle misma dicte, sino a la medida de los exigentes, de sus nuevos dueños que han hecho de ese cuerpo un costoso trofeo exhibido como símbolo de poder masculino, en una transacción indigna.

Los antiguos miedos encuentran ahora un espacio propicio: mujeres descontentas de la forma de su nariz, del tamaño de sus senos del de sus caderas, del color de su pelo o de sus ojos, del ancho de su cintura. Se da pues, de nuevo, el cuerpo como negación, como pavor, y la mujer acude al artificio como una solución desesperada. Adquiere entonces un cuerpo hechizo, falso, un cuerpo mandado a hacer, y ya se sabe que el cuerpo hechizo generará también un espíritu hechizo, artificial,

En su libro Las hijas de Yocasta, la sicoanalista Christiane Oliver, plantea una pregunta fundamental: ¿Qué ha llevado a la mujer a este retroceso en pleno siglo veintiuno? ¿Qué le ha hecho perder la noción del cuerpo libre, la conciencia de si misma? ¿Qué temor les ha impedido a las mujeres ir más lejos como no sea el miedo milenario a desagradar a un hombre?

Para miles de mujeres hoy en día, no se da ya el modelo en el terreno intelectual, artístico, profesional, sino en aquello que podríamos llamar el mercadeo del cuerpo. Es la exhibición del cuerpo como cosa, como objeto, la que promete dinero, fama, popularidad. Y por supuesto, hombres. Ser reconocidas solo en su cuerpo y por su cuerpo, es la máxima ambición general.

Liberada del cuerpo como pecado, gracias a la conciencia creada por las luchas feministas, la mujer claudica hoy frente a otra forma de alineación más grave que aquella de la época de la Teresa de nuestra historia. Bien lo dice Giles Lipovetsky en su libro “La tercera mujer”: En un momento en que las antiguas ideologías domésticas, sexuales y culturales pierden la capacidad de controlar socialmente a las mujeres, el llamado a la preocupación por la apariencia física constituiría el último recurso para ponerlas de nuevo “en su sitio”, reinstalarlas en una condición de seres que existen más por su figura que por su hacer social y profesional. Herederas de la presión doméstica, la presión estética permitiría reproducir la antigua y tradicional subordinación de las mujeres aplastadas social y sicológicamente.”

Desde las más profundas raíces de un pensamiento de liberación, hemos de encontrar ese cauce milenario por el cual ha transitado más de la mitad de la humanidad en busca de su identidad.

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