Surge de nuevo el tema del sacerdocio católico para las mujeres, y el Papa reafirma su posición inmodificable señalando que la exclusión de ellas del ministerio religioso, »concierne a la constitución divina de la Iglesia». El tono y la forma de su pronunciamiento, hacen pensar que el Sumo Pontífice descarta toda discusión al respecto y que en este terreno, las cosas seguirán como han sido siempre: para ser sacerdote católico es requisito indispensable ser hombre.
Sin embargo se ha abierto un debate en diversos ámbitos intelectuales y religiosos y se leen o se escuchan opiniones que indican que no es este un problema que atañe exclusivamente a las comunidades religiosas o a las mujeres aspirantes al ejercicio sacerdotal, sino que forma parte de las inquietudes de un mundo moderno en permanente clima de cambio y transición.
Al evocar la figura de Jesucristo y repasar las crónicas de los testigos de su peregrinaje profético, contenidas en el Nuevo Testamento, se adviene que no hay ningún pasaje en el cual él se hubiese pronunciado por la exclusión de la mujer en la empresa común de transmitir la nueva doctrina presidida por la creencia en un más allá y por la existencia de un Dios único. Pero tampoco habló Jesús de sacerdotes en forma explícita, y la institución sacerdotal, posterior a él, se fue configurando de modo paulatino, a medida que la comunidad cristiana se afianzaba y surgían en su seno guías y conductores.
Es notable, además, la actitud de Jesús hacia las mujeres, que contrastaba con su condición de marginadas sociales en un medio que les era hostil. Contrariando las costumbres de la época, grupos de mujeres lo seguían desde Galilea, acompañándolo y aun sirviéndolo con sus bienes. Señalan los evangelios que fueron mujeres, en su mayoría, las beneficiarias de sus milagros y curaciones.
Es hermoso el pasaje en el cual se narra el caso de una mujer que padecía un flujo permanente de sangre. Jesús, al sentir que ella, avergonzada, rozaba apenas la orla de su túnica, la curó tocándola, a pesar de que el flujo menstrual convenía a las mujeres en impuras e intocables. Jesús desafiaba las rígidas normas que presidían el trato con mujeres: reclamó justicia y piedad hacia una mujer adúltera; se aproxima a María Magdalena y pone, de paso, en evidencia, la hipocresía del fariseo; visita a Marta y María, conversa a solas con la samaritana, cara a la hija de una extranjera.
Para él lo que definía la relación con Dios era una conducta. de ahí que no se pronunció nunca para exaltar o minimizar a uno u otro sexo.
Fueron mujeres las que llegaron hasta el sepulcro de Jesús después de acompañarlo en su camino al calvario y fueron también mujeres las primeras testigos de su resurrección. En los Hechos de los Apóstoles se señala el papel preponderante que jugaron las mujeres dentro de las primeras comunidades cristianas.
Las cartas de San Pablo están llenas de nombres de mujeres que iban de dudad en ciudad, proclamadoras -y mártires- de la nueva fe, estafetas, ayudantes, proveedoras. Menciona San Pablo a algunas diaconisas, encargadas de ciertas formas de servicio en la Iglesia naciente.
Factores culturales que provenían de una estricta concepción judaica de la sociedad, fueron apartando a la mujer de la posibilidad de asumir papeles de jerarquía en la Iglesia. Negado para ella el mismo estatus del hombre, estigmatizada por arbitrarias prohibiciones, su marginalidad se extendió al terreno de lo religioso y se dio la paradoja de que, habiendo sido protagonista de los inicios de la nueva fe, resultara excluida de funciones eclesiásticas.
Quizás en esos factores culturales, podría situarse una discusión objetiva acerca de un tema que a todos nos concierne.
Publicado el 3 de agosto de 1994.