Quien haya leído el título y la introducción de una crónica publicada recientemente en El Colombiano, ha debido quedar sorprendido y sin poder explicarse algo que suena exabrupto: «La joven antioqueña Liliana está a punto de ser condenada en una corte de Estados Unidos a quince años de prisión, debido a su incapacidad de controlar sus fantasías e impulsos sexuales».
El lector que esperara alguna luz en el camino hacia el segundo párrafo, debió quedar aún más confundido frente a la preocupación del cronista, quien se queja de «que en pleno siglo veinte, haya todavía personas que escapan a todos los esquemas y tienen como única razón la que les dicta su cuerpo o su naturaleza».
La médula de la historia, entresacada de tales alusion nos, repite un hecho ya conocido entre nosotros: la joven engañada por un presunto admirador, quien la utiliza, sin ella saberlo como mula para llevar heroína Estados Unidos, esta vez oculta en un tino cinturón de cuero, obsequio del traficante, quien ha prometido reunirse con ella en Miami para vivir juntos una relación amorosa. Objetivamente, esto significa, de acuerdo con la Ley, una condena por narcotráfico a la portadora de la droga. No es, pues, por sus «fantasías e impulsos sexuales» por lo que se le ha dictado condena a Liliana en Estados Unidos.
Esa condena se le aplica aquí, entre nosotros, en la página del periódico, en las palabras del autor de la información y, por extensión, entre aquellos que todavía en pleno siglo veinte -y aquí sí cabe esta expresión- consideran inadmisible el hecho de que una mujer se deja llevar por sus impulsos sexuales y seduzca o se deje seducir por un hombre a quien acaba de conocer. Este hecho natural, le merece a la abogada de Liliana, quien ha viajado desde Colombia para ayudarla, el calificativo de «desorden de carácter sexual» que requiere un tratamiento sicológico debido, según sus propias palabras, a su incapacidad física y mental para controlarse.
El expediente moral contra Liliana, contenido en la crónica, y que más parece sacado de un texto de la Santa Inquisición, incluye cargos corno los de incontrolable exacerbación de su apetito sexual, furor uterino y sueños eróticos.
Su fracaso y su desengaño frente a la actitud del hombreen quien creyó, no parece conmover a nadie sino que se presenta como especie de castigo por haber violado normas sexuales escritas desde siempre, y que una mujer no debe atreverse a desafiar.
El asunto es antiguo, tan antiguo como el silencio de la mujer, que no ha sido otra cosa que el silencio de su cuerpo. Sumido en un letargo de siglos, ese cuerpo ha sido apenas, para muchas, un fardo acerca del cual otros han decidido siempre. Hay muchos ejemplos de mujeres que se atrevieron a actuar desde su cuerpo, sin pedir permiso, y que fueron internadas en sanatorios o condenadas al olvido y al menosprecio.
Calificadas de ninfómanas, expresión a la que se le coloca una etiqueta científica, resulta, para las mujeres, que aquello que debía ser una expresión libre y autónoma, es identificado como enfermedad, remitido a los consultorios de los especialistas, convertido en locura.
Parece como si la sociedad las necesitara frígidas, temerosas ante la idea de que sus cuerpos se descubran en el goce libre.
El fracaso de Liliana frente al hombre deseado y la traición de que fue objeto, uno de esos riesgos dolorosos que implica a veces el acto de vivir, se tergiversa y se utiliza como moraleja y como lección ejemplarizante en materia sexual femenina.
Ahora la cárcel de Liliana es una doble cárcel: la de su ingenuidad y la otra, más asfixiante, de una censura moral por el hecho de que, siendo mujer, no sabe controlar sus deseos eróticos.
Que lo sepan todas las mujeres, aún aquellas que, encerradas en el egoísmo de una supuesta emancipación individual, piensan que es superflua la lucha.
Publicado el 2 de agosto de 1995 en Medellín.