ESPECIAL AURA LOPEZ

Hasta que la muerte…

Por 27 abril, 2017 octubre 20th, 2019 Sin comentarios

Dentro de esa corriente que busca en lo privado la madeja de la historia, su hilo revelador, María Cristina Arroyave, sicóloga e historiadora, ha escrito el libro «Hasta que la muerte nos separe», producto de una minuciosa investigación, que identifica las relaciones de poder dentro de la familia, tipificada en hogares medellinenses entre los años de 1920 a 1960.

Abordar críticamente el mito de la familia antioqueña como cuerpo monolítico adornado de virtudes morales y religiosas que lo convirtieron en prototipo nacional, es tarea necesaria pero arriesgada, en el sentido de que pone en evidencia ciertas características contradictorias que niegan aquello que, señala la autora, resultó ser más bien una forma de idealización que creyó perdurables algunas facetas del modelo original, alterado posteriormente por diversos factores.

Es el caso, de barreras infranqueables que se fueron agudizando en el proceso de crecimiento de la ciudad, pero que provenían de «inclusiones y exclusión» que se dieron en la base misma de su configuración urbana y social.

María Cristina Arroyave hurga en los recovecos de una sociedad que prefigura un patrón familiar especifico, dentro del período descrito en su libro. Y apunta de una vez hacia el núcleo de ese patrón y su soporte esencial; el matrimonio, protagonizado por mujeres cuya sexualidad era tan sólo una molesta obligación, y un deber ineludible; por hombres que asumian la obligación económica sabedores de que buscan una madre pera sus hijos. Para las mujeres no se trataba de una elección, sino de no quedarse ellas el placer, ya que era inconcebible, como lo afirma Arroyave, que una mujer recatada se reconociera como sujeto de goce, de ahí que la prostitución, se consideraba un «mal necesario»: «significaba salvaguardar la pureza interna del hogar, preservar de mácula a las mujeres dignas y entretener a los hombres, mientras sus muj-res engendraban, parían, estaban de dieta y se ocupaban de poner pañales, bordar, hacer los oficios de la casa y rezar.

Detrás del ejemplar retrato familiar, se ocultaban el silencio y la frustración, alimentados solteras.

«A las jóvenes se les educaba para no sentir, y se veían abocadas, por obra y gracia de la bendición nupcial, a cambiar todo su victoriano esquema interno, para atender al marido».

El libro presenta ejemplos dramáticos de mujeres atrapadas en una relación mezcla de Miedo y pudor, que excluía para por la noción de propiedad del marido sobre la mujer, noción a cuyo afianzamiento contribuían las propias leyes.
Dice María Cristina Arroyave: «El artículo 172 del Código Penal vigente en 1932, consagraba el delito de adulterio exclusiva-mente para la mujer’. El libro presenta ejemplos reales de una cruda violencia que derivaba en crímenes que no sólo no era castigados sino que resultaban justificados socialmente, en nombre de la defensa del hogar masculino.

Covencidas de que a casa era para la mujer y la calle para el hombre, las mujeres aceptaban la incapacidad personal que ese dicho implicaba, y las leyes que la refrendaban tanto en lo personal como en lo económico y en lo político. En «El libro ciudadano», publicado en 1938, su autora le recomienda a la futura esposa, no olvidar «que la felicidad o la desgracia del hogar dependen exclusivamente de ella y que la mujer casada carga con el propio honor y con el honor de su marido.

Derrumbada la incapacidad femenina «por decreto», como lo dice con ironía la autora del libro, y con el avance del siglo, algunas mujeres accedieron al estudio y al trabajo, verdadera revolución que agrietó y desdibujó el falso retrato de familia, poniendo en entredicho lo que parecía un dogma inmodificable: «Hasta que la Muerte nos separe»:

Algunas decidieron separarse antes de la muerte. Las mujeres de hoy son sus herederas. De ahí que libros como éste, deben ser leídos para entender que el camino ha sido arduo y valeroso.

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