La señora Beatriz Londoño de Castaño, nombrada hace poco gobernadora de Caldas, ha debido enfrentar una absurda situación originada en la reacción de la jerarquía eclesiástica, encarnada en la persona de Monseñor José de Jesús Pimiento, quien le pidió no aceptar su cargo por el hecho de estar casada por lo civil, circunstancia que, de acuerdo con los lineamientos de dicha jerarquía, constituye un elemento de inmoralidad, reñido con la pulcritud que exige dicha posición.
En principio, el razonamiento más simple lo lleva a uno a pensar que, tratándose del matrimonio de una persona, ha de existir, necesariamente, otra persona protagonista de ese mismo matrimonio. O sea que Beatriz Londoño de Castaño, tiene, entonces, un marido, y que ese marido se casó con ella por lo civil. Se trata, efectivamente, del doctor Gustavo Castaño, Fiscal del Juzgado 4°. Superior de Manizales, quien ejerce su oficio desde hace varios años en un cargo de alta responsabilidad, que requiere no sólo una gran idoneidad profesional, sino una pulcra vida personal como respaldo de las decisiones que el funcionario toma en la administración de la Justicia. No hay, sin embargo, noticia de que, a raíz de su nombramiento, Monseñor Pimiento hubiese movilizado sus mensajeros, ni de que hubiese habido revuelo entre los miembros de la jerarquía eclesiástica, ni de que se hubiese producido una sola declaración, ni una sola alusión a la supuesta incompatibilidad moral por su situación de hombre casado civilmente, como no las ha habido a raíz de ninguno de los nombramientos que se les han hecho a alcaldes, gobernadores y ministros en idénticas
a mujer a condiciones, entre los cuales son ejemplos concretos y recientes los casos del doctor Iván Duque Escobar, ex gobernador de Antioquia, y los de los ministros Edgar Gutiérrez Castro y Rodrigo Lloreda, para no citar sino unos pocos.
El único antecedente de un rechazo público, fue protagonizado, precisamente, por otra mujer, hace 6 años, cuando, habiendo sido nombrada gobernadora de Risaralda, y estando casada por lo civil, no resistió ante las presiones encabezadas por Monseñor Darío Castrillón, Obispo de Pereira. No podemos, sin embargo, caer en la torpeza de reclamar para los hombres que ejercen cargos públicos y que están casados por lo civil, la aplicación del rechazo que sufren las mujeres en idénticas condiciones, porque eso seria justificar la censura que, aplicada en nombre de una falsa moral, califica arbitrariamente la conducta de las personas y la denomina como inmoral y pecaminosa.
Los hombres y las mujeres que han elegido libremente a sus compañeros y que viven amorosa y limpiamente su relación de pareja por fuera de imposiciones exteriores, merecen por igual el respeto a su intimidad, ese terreno sagrado donde solo uno mismo tiene derecho a decidir. No sería, pues, nada gratificante, el que para probar que no hay en este asunto discriminación de sexo, se le ocurriera mañana a cualquier Obispo pedirle a aquellos funcionarios que han resuelto su matrimonio por fuera de las normas de la Iglesia Católica, que renuncien a sus cargos.
Esa nivelación por la injusticia no ha de interesarle a ninguna persona lúcida, ya que equivaldría simplemente, a hacer extensivo a los hombres el señalamiento que padecen las mujeres. Pero sí es un hecho evidente pues solo en el caso de la mujer se ejerce presión y se suscita el rechazo de la sociedad.
Esto no es nada nuevo, porque desde el comienzo del mundo la mujer ha sido señalada como la encarnación del pecado, serpiente del mal, puerta del infierno. Adán pecó arrastrado por Eva, y desde entonces, Eva ha de cargar no sólo con sus propios pecados, sino con los pecados del hombre, cometidos por culpa de la condición diabólica femenina. Purificada sólo por la negación y por el sufrimiento, la mujer ha de convertirse en sierva sumisa y silenciosa, y ha de negarse, fundamentalmente, al placer, que en ella es usurpación y estigma, ingrediente maléfico que contradice lo que debe ser su destino y su vocación. Por lo tanto no es de extrañar que resulte escandaloso el hecho de que, de pronto, surgen mujeres que deciden, por ejemplo, con quién desean o con quién no desean compartir su vida, cosa que antes ni siquiera se planteaban, o que dejaban en manos de consultores y consejeros, quienes al decidir por ellas, las obligaban a sacrificar su felicidad y les entregaban, en cambio, su título de mártires, su corona de espinas tan consecuente con lo que debían ser sus virtudes, tan cara al modelo ideal de mujer buena.
Ahora, en lugar de mártires silenciosas, aparecen mujeres que ya no quieren ser más un mueble en la sala, un alfiler en la solapa del saco de su marido, un perrito con collar que el hombre saca de paseo, un objeto costoso que se utiliza como símbolo de poder, o esa cosa torpe, atravesada en la mitad del camino, inútil y vencida porque nunca se le dio la oportunidad de asumirse como ser humano, de decidir acerca de su vida y de su destino.
Es explicable, entonces, que ante esa aparición nueva las jerarquías se movilicen, los tibios se asusten, la falsa moral pregone la palabra pecado. Porque si la mujer cambia, todo, absolutamente todo, habrá de cambiar. Y es natural que eso cause a muchos, un poquito de susto.
Artículo publicado el 26 de agosto de 1982.