ESPECIAL AURA LOPEZ

El placer

Por 27 abril, 2017 octubre 20th, 2019 Sin comentarios

Entonces era la oscuridad total, producto a su vez de otras lejanas oscuridades, herencia turbia de todos los miedos y todos los castigos, de los pasos inseguros y las preguntas sin respuesta, que dejaban en los ojos asombrados un vestigio de infantil tribulación.

El cuerpo estaba ahí, cálido y vivo, pero manos poderosas lo borraban, lo negaban, lo señalaban como oscuro objeto de temor y vergüenza, como inexplicable símbolo de pecado. El pecado no era tan sólo permitir que otros lo mirasen, sino también dejar que los propios ojos se detuvieran allí, se aventuraran, de pronto, en cualquier sitio, e indagaran. El cuerpo era nuestro enemigo y sólo la pureza nos ayudarla a derrotarlo.

Ser puras era preservar el cuerpo, ocultarlo, mantenerlo a salvo de miradas y pensamientos, aceptándolo, más bien, como una especie de lastre, de terrible carga maléfica frente a la cual cada renuncia era un triunfo, cada negación una conquista. Debíamos vestirnos y desvestirnos presurosamente, bañarnos con un traje apropiado, cubrirnos a ciegas con la toalla, sin que una sóla mirada se detuviera un segundo en una sóla parte de nuestro cuerpo. Desde niña, la mujer intuía su cuerpo, pero le estaba prohibido conocerlo, y en el cumplimiento de esa prohibición, aprendía a avergonzarse de él, y al cabo del tiempo, tan ignorante de si misma como en los días de la infancia, transmitía a sus hijas su propio aprendizaje y convocaba en ellas, en nombre de una supuesta pureza, otra vez la negación del cuerpo.

 

Plantearse al menos la necesidad de una llamada instrucción sexual y asumirla como parte necesaria de la educación, fue como una ceja de luz – en medio de la oscuridad, pero también, para muchos, algo inaceptable, porque pretendía sacar al sexo de esa zona de ocultamiento en la cual se le mantenía sumergido, y se corría el riesgo de que, al tratarlo con objetividad, se convirtiera en algo natural, fácil de identificar y de ejercer, dejando a los individuos en posibilidad, así fuese mínima, de hacer una elección, de ensayar una opción propia.

 

Pero la educación sexual se fue quedando, con el tiempo, en unos enunciados científicos, fríamente expuestos, que nombran el cuerpo con palabras de una sospechosa neutralidad. que miran al microscopio glándulas y órganos, y hablan de un «aparato reproductor» señalándolo en un esqueleto de plástico, frente al tablero, con regla y libreta de apuntes, en aburridas y rutinarias exposiciones. De pronto, y como única consideración por fuera de ese enfoque meramente anatómico, lo sexual resulta planteado como peligro físico o como desajuste emocional, y hasta se mencionan fórmulas para controlar su fuerza natural, considerada muchas veces como aberración, o en el mejor de los casos, como exceso dañino. Una instrucción que de tanto ponerle condiciones a la conducta sexual, la va empequeñeciendo, señalándole unos esquemas limitantes, un papel mínimo dentro del cuadro de la actividad humana, adjudicándole un espacio tan reducido, que su ejercicio se convierte en ejecución mecánica, en un deber más  realizado bajo el signo de la norma.

 

Porque la sociedad tolera la información sexual, pero elude la consideración del placer, y un concepto aparece como enemigo del otro, como si fuesen nociones encontradas, cuando lo cierto es que debían plantearse como hechos inseparables.

No hay nada más gratificante que el placer físico, que el gozo total que fluye, como un torrente, de la delicia del cuerpo abandonado a su propia sensualidad, y no puede, por lo tanto, ser saludable, ni ajustada, ni buena, una conducta sexual que no conduzca al disfrute pleno del placer.

 

Las mujeres que hablan, en todo el mundo, de la necesidad de su liberación, han sido muy claras, desde hace mucho tiempo, en la reivindicación del placer como derecho personal, asumido a partir del conocimiento y de la autonomía sobre el propio cuerpo. Al cuestionar el papel de la mujer en la sociedad, el feminismo cuestiona también el asunto esencial de la sexualidad, y rechaza la negación del placer, ya que esa negación es fuente de angustia que amarra y paraliza el intimo impulso liberador de todo ser humano.

La mujer feminista propone amar el cuerpo, descubrir dentro de él la clave de la luz, abrirse desde su posesión a la conquista del mundo, aunque ese mundo sea difícil y contradictorio. Casualmente, mientras más difícil resulte cambiarlo, más necesaria será la fuerza vital del placer.

Es cierto que las niñas de hoy no tienen qué taparse el cuerpo  mientras se bañan. Pero uno desea que, gradualmente, puedan llegar entender que en ese cuerpo reside un maravilloso potencial de placer, cuyo pleno disfrute las hará más claras y mejores.

Artículo publicado en el periódico El Mundo el 13 de agosto de 1981.

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