En la pantalla del televisor, dos mujeres discuten acerca de sus condiciones del trabajo, de su circunstancia especifica en el sentido de que, siendo casadas, deben, además de su jornada en la calle, ocuparse de los oficios domésticos mientras los hijos y los maridos llegan a la casa a descansar, y ambas deciden propiciar en casa una división justa del trabajo, sin discriminaciones de sexo, y discutir en familia otros problemas derivados de una conciencia machista que recarga sobre ellas tareas cuya responsabilidad corresponde por igual a todos los miembros.
Cualquier televidente lúcido ha de sorprenderse gratamente al ver planteado, en un programa de televisión, un problema de tanta importancia, surgido en un medio social que se empeña en condenar definitivamente a la mujer a la estrecha condición de ama de casa, desestimulando en ella otras actividades que la saquen del marco del hogar, y ha de ver complacido, cómo en la escena siguiente, una de las mujeres logra instaurar en su casa un sistema mediante el cual, ella, su esposo y sus tres hijos —dos mujeres y un hombre— se reparten la ejecución de tareas tales como lavada y planchada de ropa, hechura de la comida, etc. Pero bien pronto uno advierte que lo que parecía ser un programa serio, de cuestionamiento y crítica y de afirmación de justos derechos de las mujeres, es una burda caricatura, una manifestación torpe y grotesca, no sólo de da ignorancia total acerca de la naturaleza de ciertos. problemas fundamentales, sino del menosprecio que tales problemas les merecen a los orientadores del espacio, si así pueden llamarse quienes deforman deliberadamente ‘conceptos y asuntos de interés general.
Los hombres de la casa, después de burlarse de lo que ellos consideran locuras feministas de la madre y la hija, aparecen en la cocina, de gorro y delantal, en actitud de payasos, cocinando con torpeza, incapaces de poner y lavar poner en orden los platos, remarcando con sus gestos y sus ademanes lo impropio de que parece esta tarea, esté a cargo de ellos. La hija mayor, una joven que parece ocuparse seriamente de la situación de la mujer, no sólo en el hogar sino en la sociedad en general, y que cuestiona asuntos como la familia, el amor, la feminidad, aparece vestida de saco y corbata y con el pelo recogido hacia atrás, en una insidiosa maniobra de los directores del programa, quienes pretenden, mediante trucos mezquinos, sembrar en el espectador la idea de que las mujeres que cuestionan su papel en el mundo, lo que quieren simplemente es parecerse a los hombres y vestirse como ellos.
El padre y el hermano se burlan de la muchacha y se muestran alarmados cuando ella afirma que de ahora en adelante se relacionará sólo con hombres que tengan ideas, que no la miren como una simple muñeca torpe y bonita, sino como una persona. Como respuesta al personaje anterior, aparece la hija menor, quien se manifiesta adversa a este tipo de cuestionamientos, acudiendo a argumentos tan pobres como el de que estando enamorada, lo que quiere es vivir «normalmente», recibir atenciones propias de una mujer como que le ayuden a bajar del bus o del carro, recibir ramos de flores, y que el hombre que la acompañe acerque la silla para ella sentarse.
El programa establece una identificación entre estos gestos y los privilegios a los cuales se hace acreedora la mujer por su condición femenina, privilegios que pierde el dí en que se plantea el problema de su existencia como ser humano, o sea, el día en que comienza a vivir «anormalmente».
El programa alcanza la cumbre de la ridiculez, cuando madre e hija, quienes llegan del mercado con un pesado bulto, no logran alzarlo, y entre burlas y hostilidades, el padre y el hermano les recuerdan que tratar de alterar papeles que pertenecen a la naturaleza de los sexos, es un error. Impresionadas por esta inteligente sentencia, las dos mujeres parecen doblegarse, y entonces la hija, como tocada por un milagro que habrá de resolver toda la situación, aparece románticamente enamorada, reemplaza su saco y su corbata con un vestido vaporoso, femenino, se maquilla minuciosamente su rostro y todos en la familia gritan aleluya, mientras la esposa reconoce y acepta que su marido tiene toda la razón, que hay oficios para mujeres y oficios para hombres, y que tratar de cambiar tales asignaciones es acabar con la unidad y la estabilidad de la familia.
Las mujeres vuelven a la cocina de donde nunca debían haber salido, y el marido satisfecho, se sienta en su silla y lee las noticias del periódico. Y colorín colorado, así termina otro de nuestros programas de televisión educativa, que no vacila en falsear el fondo de las situaciones para fortalecer en el televidente prejuicios que perpetúan una imagen disminuida de la mujer.
Imagen necesaria al mantenimiento de instituciones que, a su vez, garantizan la existencia de programas tan mal intencionados como este episodio de «Dialogando», donde el diálogo resultó ser, apenas, un torpe discurso reaccionario y trasnochado.
Un texto publicado el 27 de enero de 1983.