Mujeres de los siglos me habitan:
Isadora bailando con la túnica
Virginia Woolf, su cuarto propio
Safo lanzándose desde la roca
Medea Fedra Jane Eyre
y mis amigas…
Conjunción. Gioconda Belli.
Colaboración de Angie Palacio Sánchez
La rivalidad entre las mujeres no es un mito. Vemos a las otras como una amenaza y quedamos en evidencia cada vez que decimos que es mejor trabajar con hombres, que aquella está flaca pero parece enferma, que la otra es exitosa pero no tiene marido, que fulana es querida pero demasiado coqueta. La otra nunca es suficiente.
Tampoco hay que tragarse entero el cliché de que nos juntamos solo para despellejar a otras. Ya está claro y ampliamente demostrado que somos poderosas cuando nos unimos y que podemos hacerlo, pero también hay que aceptar que tenemos conflictos históricos por resolver y eso no se hace negando el problema.
Nos vemos como rivales no porque “así somos las mujeres”, sino porque estamos bajo el maleficio milenario del patriarcado. La antropóloga mexicana Marcela Lagarde, las psicólogas Susie Orbach y Luise Eichenbaum y, más recientemente, la doctora en derecho y exministra de cultura de España, Carmen Alborch, explican que el origen de los celos y las envidias entre las mujeres es la competencia por un lugar en el mundo de los hombres, un mundo hecho por ellos y a su medida, y el único obstáculo en ese camino son las otras mujeres. El valor de cada una se mide en relación con las otras: soy más si tú eres menos; soy capaz en la medida en que eres incapaz.
Somos solidarias en la debilidad, en esto también coinciden las cuatro autoras. Donde haya una mujer que nos necesite estaremos tirándole el salvavidas. ¿Y en las fortalezas? Ahí sí no. Ante las capacidades de la otra nos gana la hipercrítica. Y no lo reconocemos. En cuanto se mencionan los celos, la envidia o la rivalidad, saltamos: “¿Yo? ¡Yo nooo!”. Pues sí. Nosotras sí. Juzgamos a las que se atreven a mostrar los gordos o las estrías, “porque no les da pena”; a las que hablan de sus éxitos y capacidades, “porque son egocéntricas”; a las que tienen carácter y hacen valer su voz, “porque son mandonas”; a las que eligen otras formas de vivir “porque están locas” y así por los siglos de los siglos, aunque cada vez más refinadas y políticamente correctas. La otra es una amenaza y no es un cuento que nos inventamos nosotras. Se lo inventaron los hombres y nos cuesta cambiar la historia.
Divide y reinarás
¿A qué amo le conviene que los oprimidos se unan? En una conferencia sobre su libro Malas. Rivalidad y complicidad entre las mujeres, Carmen Alborch contó que el enfrentamiento es consecuencia de que los hombres, hace miles de años, “pactaron estar en una determinada situación y tener un determinado poder, y nosotras quedamos relegadas a otro ámbito en el que debíamos rivalizar por conseguir lo que nos daba el estatus, el reconocimiento, el apellido; en definitiva, por el hombre (…) tenemos que competir entre nosotras para que al final sólo quede una, la elegida”.
Esa elegida es bella, maternal, prudente, casta pero dispuesta, y casera. Ese, como lo denominó Lucrecia Ramírez Restrepo en una conferencia, es el código de la esclava, y nosotras somos al mismo tiempo las esclavas y las veedoras del código. Existe, según cuentan Orbach y Eichebam en su libro Agridulce. El amor, la envidia y la competencia en la amistad entre mujeres, una especie de pacto para asegurarnos de “quedarnos donde estamos y seguir siendo lo que somos”.
Aquí saltamos otra vez: “¡Yo noooooo!”. Nosotras no, porque nos gustan las mujeres que se salen de esos moldes, las que han hecho historia, a las que les agradecemos por poder decidir no tener hijos, estudiar, elegir con quién nos casamos o no casarnos. Admiramos a las pioneras en el cine, en las matemáticas, en la política, en el periodismo… a las que nos abrieron camino. A las de atrás, quienes, hasta cierto punto, ya demostraron cuánta razón tenían y derribaron algunos estereotipos. Eso nos deja verlas ahora como heroínas. Alabamos a Frida Kahlo, Juana de Arco, María Cano, Débora Arango… pero, y ¿mi jefa, mi colega, la compañera del lado, las cercanas? Esas que tal vez no cumplen con los estereotipos más actuales son blanco de nuestra envidia. Una envidia que velamos acusándola de autoritaria, egoísta, mal vestida, perra o cualquier calificativo que sirva para seguir obligándonos al molde, para devolverla a su lugar.
Vemos en las otras el mal (las evas, las cleopatras, las marías magdalenas), y el bien en nosotras mismas (las que cumplimos el código), porque valoramos a las otras en el error, como dice Marcela Lagarde en Enemistad y sororidad: hacia una nueva cultura feminista. La antropóloga agrega en ese mismo texto que “cada una encarna la mala temible para todas las demás (…) lo común es anulado y solo queda entre las mujeres aquello que las separa -clases, grupos de edad, relación con los hombres, con los otros y con el poder, color, belleza, rango, prestigio-, es decir, lo que está en la base de su enemistad histórica”.
Perdidas en todas las exigencias culturales, muchas veces no sabemos cuáles son los verdaderos intereses. No es gratuito que seamos más duras con aquellas que tienen lo que queremos tener o lo que creemos que queremos tener: un empleo, una habilidad, una forma de lucir, una relación. O que seamos más duras con aquellas que encarnan una amenaza frente a lo que ya conseguimos: la que está cerca de mi marido, la que puede ser mejor amiga de mi amiga, la que se compró la misma blusa, la que creo que me quiere “hacer el cajón”.
Orbach y Eichebam explican que “Cuando una mujer tiene problemas para reconocer sus propias necesidades y deseos (lo que resulta muy común debido a su educación), se asusta cuando ve que otra mujer sí es capaz de hacerlo (…) Puede ocurrir que aquella amiga íntima o amigas que la han apoyado en los tiempos más duros, empiecen a distanciarse y a sentirse incómodas sin saber por qué. Sentimientos de inseguridad, depresión o tristeza se funden y confunden con la alegría sincera por los logros de la amiga y se manifiestan en reacciones impulsivas de enfado, negación o menosprecio o simplemente distancia”.
Seguimos luchando como si hubiera solo UN lugar para UNA de nosotras. Sobre la competencia por ese lugar, Shere Hite dice que no es tanto el problema como el síntoma de deslealtad, de que se menosprecia la función de las mujeres en la sociedad. “Las dudas que la mujer tiene sobre su propia valía la hacen desconfiar también de la valía de las demás”.
Y nada más conveniente para el machismo que mantenernos enemistadas. Si la unión hace la fuerza y las mujeres no nos unimos, cuál fuerza y cuál cambio. En palabras de Alborch, nos hicieron creer que éramos enemigas por naturaleza y hemos mantenido esa herencia. “La devaluación interna y externa, individual y colectiva, tiene que ver con la autonomía y la autoestima. Porque, como dice Jean Baker, las personas oprimidas son especialistas en hostilidad horizontal contra personas vulnerables como ellas”.
Virginia Woolf dijo que a los hombres los miramos en un espejo en el que los agrandamos. Así mismo el filtro que usamos para mirar a las mujeres, las empequeñece. Por eso la rivalidad es de doble vía. Así como hay celos cuando una mujer logra sus metas, también existe lo que la autora denomina el Síndrome de la abeja reina, padecido por mujeres exitosas, quienes han tenido oportunidades y capacidades para abrirse campo.
La abeja reina considera que ha llegado hasta ahí sólo con su propio esfuerzo y que las feministas se quejan más de la cuenta. En el fondo ella no quiere que otras tengan éxito en su campo porque ser la única le da una buena posición en el mundo de los hombres, quienes la apoyan para que mantenga a las demás mujeres en el lugar que les corresponde. Ella, a cambio de su admiración, dice Alborch, estaría de acuerdo con ideas como “si las mujeres no triunfan es porque no quieren”.
En esa misma dirección apunta Lagarde cuando dice que “Las mujeres viven enormes dificultades para identificarse entre ellas, porque en su admiración de lo que no son y de lo que no tienen, en su necesidad del poder, intentan identificarse con el hombre”. Tenemos una necesidad constante de aceptación, de demostrar lo buenas, profesionales y capaces que somos. Así que nuestra fórmula para tener reconocimiento es identificarnos con los hombres y quitar a otras del camino, descalificándolas y desvalorándolas para encajar en el grupo popular.
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Angie Palacio Sánchez es periodista y especialista en DDHH y DIH. Ha trabajado en medios como La Patria y Semana y actualmente hace parte del equipo de comunicaciones de la Comisión de la Verdad. Entre el 2013 y el 2015 trabajó en el programa Mujeres Digitales, de la Gobernación de Antioquia, donde desarrolló diferentes contenidos pedagógicos con enfoque feminista como el que publicamos aquí. En próximos días tendremos la segunda parte: “Deshaciendo el maleficio”.