Claudia parece haberse formulado ya muchas preguntas, haberse planteado ese dilema que sacude la existencia de toda mujer cuando se detiene y mira a su alrededor, y se interroga acerca de si ella ha de seguir siendo, como tantas otras que la preceden, y como tantas otras que quedaron atrás, simple repetidora de esa monótona letanía de conformismo, aprendida a la sombra de silencios impuestos, de gestos estrechamente vigilados de frases cortadas a mitad de camino, de sentimientos sepultados antes de que pudieran permitirse el lujo de aflorar y convertirse en abrazo o en palabra, en delicioso abandono acerca del cual no resultara forzoso rendir cuentas.
Claudia es joven y ha recorrido, no sin dificultad, el camino de su afirmación, y se niega a aceptar que se repita en ella, en el terreno del amor, esa figura que de tan trajinada, se fue convirtiendo en sinónimo de feminidad, y que le impone a la mujer ser la elegida, la escogida, la llamada, de tal manera que pretender salirse de cualquiera de esas casillas resulta no sólo sospechoso sino aberrante.
Es así como mujeres como Claudia, enfrentan contradicciones tan absurdas como la de que a pesar de haber logrado una real autonomía en aspectos de su vida que tienen qué ver con el estudio, el trabajo o las relaciones familiares, y siendo capaces de tomar por su cuenta decisiones importantes, independientemente muchas veces de la opinión que otros tengan acerca de tales decisiones; deben mantener, en lo que se relaciona con las manifestaciones que conducen a la elección amorosa, una absoluta discreción, alimentada por el viejo prejuicio que hace recaer sobre la mujer que expresa su deseo, una especie de estigma denigrante, que llega inclusive a rebajarla ante los ojos del hombre, como si la manifestación independiente de ese deseo fuese una apropiación indebida que ella hace de conductas que solo deben ser asumidas por el varón.
Y no es que la mujer pretenda ahora dejar de ser la elegida para asumir el papel de quien elige. No es el amor un asunto de señalamientos, un juego de imposiciones arbitradas, y no puede plantearse como ideal el simple hecho de invertir los papeles establecidos y hacer de esa inversión un esquema de emancipación.
El amor es una reciprocidad y lo que la mujer postula es un mundo nuevo para ella y para el hombre.
No aspira a ser otro hombre, sino a lograr que en ese nuevo mundo no haya prepotencias y que la relación amorosa deje de ser una relación de poder, cuyas manifestaciones surjan espontáneamente, sin estrechos compartimentos ni señalizaciones de peligro que parecen decirle a la mujer «espere, mantenga su silencio». No se trata ya, para la mujer, de elegir al otro, sino de elegirse a sí misma, es decir, rescatar todas las posibilidades que implica asumirse como persona.
Pero Claudia se pregunta, y con ella muchas mujeres, por qué algunas de sus actitudes en el terreno de la relación amorosa, actitudes que demuestran ya una libertad personal que necesariamente toca dicho terreno, despiertan tanto recelo aún en hombres que han hecho, acerca de sí mismos y del mundo, un lúcido examen crítico.
Indudablemente, es en el orden de la conquista sexual donde más afincados permanecen los esquemas de comportamiento machista, y aún en los casos en que han sido revisadas las demás conductas, el hombre parece preservar ese estadio de su comportamiento, como si ceder algo en ese terreno significara una claudicación.
Por esa vanidad prepotente que la sociedad alimenta en el alma del varón desde los primeros asomos vitales, y que es como el piso sobre el cual se levanta el edificio de su masculinidad, le resulta difícil aceptar que en la relación de los cuerpos, y aún en circunstancias menos decisivas pero que tienen qué ver con el algo misterioso de la atracción erótica, o con el simple mecanismo de una amistad o de un interés personal hacia el otro, la mujer rompa el cerco de la espera silenciosa y asuma, también ahí, su propia voz, la voz de su verdadero deseo, de su gusto personal, de sus decisiones secretas.
Uno sueña, con Claudia, en el día en que esas barreras desaparezcan. Un hombre nuevo, y una mujer nueva, inmersos en una relación indiscriminada, donde no haya papeles qué cumplir ni posturas previamente asignadas, estarán inventando, también, un nuevo tipo de pareja, surgida de la entrega espontánea de dos seres que asumen, por igual, su propia libertad.
Pero es necesario apurar ese día. No podemos darle plazos a la vida ni esperar sus dones como quien espera, pacientemente, que caiga la tarde para incorporarse y andar.
Artículo publicado el 25 de mayo de 1983 en el periódico El Mundo.